3/10/2025
Memorias de un poblado azucareroPor Karla M. MoralesEra un día de primavera, primera vez en el pueblito de Aguirre en Salinas. Lista para dar un paseo temprano, el día es más pleno cuando se aprovecha la mañana. Me detuve en la carretera principal, cerca de un portón, cuando a lo lejos pude distinguir una linea de humo grisáceo oscuro que se elevaba hacia el cielo. Era el tren que iba dejando su rastro por todo el camino hacia la estación. El sonido, que cada vez se hacia más claro e intenso, anunciaba que faltaba poco para la llegada de aquella maquina robusta y eficaz que servia como medio de transportación para muchos en la isla. Cuentan que el puertorriqueño trabajador despertaba antes de que saliera el sol, su despertador era el canto de los gallos y el sonido de las aves, calandrias y pitirres, para poder llegar temprano a la estación del tren. En el pueblito de Aguirre se esperaba con ansias la llegada del tren, consigo traía a los trabajadores de la central azucarera que vivían en los pueblos aledaños. Él también se levantaba temprano en la mañana, siempre con el deseo de cumplir con su deber, trabajaba en la central azucarera para ganarse así el pan de cada día de manera honrada. Era un trabajo duro y de mucho sacrificio, aún así le daba valor y sentido a la vida, cumplir con el trabajo era cumplir con su familia y cumplir con él mismo. Lo vi pasar por allí, mientras estaba parada en aquel portón que al dar unos pocos pasos descubrí que daba acceso a la estación del tren. Él caminó hasta llegar cerca de la estación, a pesar de vivir a poca distancia de la central, había días que iba al encuentro de sus amigos y no le importaba caminar una distancia mayor. Esperaba el tren que llegaba con sus compañeros de la central, porque disfrutaba de las charlas que tenia con ellos mientras caminaban juntos hacia la central. En esas mañanas aprovechaban para ponerse al día con las noticias del momento, noticias de un pueblo y de otro, también comentaban los cuentos que iban pasando de empleado en empleado sobre las reuniones que se hacían en la casa grande, la del jefe americano, que estaba en la loma más alta del lado norte del pueblito y que tenia una de las vistas más hermosas del barrio. De un lado la bahía y sus mangles, del otro el valle. Era una casa de madera pintada de color blanco, tenía dos pisos con balcones alrededor en ambas plantas, con sus tejas y hasta chimenea, detalles de una arquitectura proveniente de Luisiana. Fue el hogar de varios jefes de la central azucarera, una casa verdaderamente majestuosa. La casa de él era de las que quedaban cerca de la playa, era un casa muchísimo más pequeña que las casas de los jefes, humilde, pero acogedora. Contaba con su piso de madera y trepada en pilotes, para que en época de lluvia no se viera afectada por las posibles inundaciones. Un detalle que me llamó la atención de esa casa fue un pequeño balcón, con un panel de madera en su frente, del cual se erguía una malla de un tono verdemar. Las instalaban para evitar la entrada de los mosquitos y los majes que en épocas de lluvia se multiplicaban. La malla llegaba hasta el techo, nunca había visto una casa de madera en Puerto Rico con este detalle. A pesar de ser una casa pequeña lo más que a él le gustaba era la cercanía que tenía al mar, porque en su tiempo libre podía salir a pescar, y le gustaba el olor a salitre que el viento soplaba. En tiempos de huracán, si se acercaba un temporal todas las familias en el área de la playa se refugiaban en las tierras altas de la zona, en tormenteras hechas con planchas de zinc a dos aguas y con los techos clavados al piso. Dicen que eran momentos aterradores escuchar el zumbido del viento sacudir la estructura, pero más aterradora era la incertidumbre de no saber si al salir de allí sus casas estarían en pie. Cuando llegaba la hora de entrada, él rápido se dirigía a su lugar de trabajo en el almacén donde su deber era recibir y acomodar los sacos de azúcar, el producto final que luego sería transportado hasta el muelle para ser exportado. Pude recorrer ese camino del muelle al almacén, luego de visitar la estación del tren, estaba soleado ese día, el mar se apreciaba vigoroso. Al ser el mes de febrero el calor estaba tolerable, no como en los meses de verano que el sol azotaba implacablemente a los trabajadores. El lugar estaba lleno de pericos monjes, palomas, y algún que otro pitirre. Pero al llegar lo que encontré fue un almacén abandonado, con el techo roto en algunas partes, lleno de telarañas. Planchas de metal zinc corroídas, allí la vegetación había crecido de manera natural en los lugares donde alguna vez estuvieron presentes los trabajadores. No siempre fue así, él me aseguró que en sus tiempos ese lugar representó una parte primordial de la economía de la isla, de las centrales azucareras más importantes del siglo XX, una etapa muy valiosa de su vida. Yo lo entendí y así lo percibí. Aproveche para ir por los alrededores del pueblo, caminé por las casas que están a poca distancia de la estación del tren por donde él pasaba para encontrarse con sus compañeros. Casas grandes en madera que aún conservan sus detalles originales, unas muy bien mantenidas, pero otras olvidadas en el tiempo, casi todas con balcones a su alrededor recubiertos de la malla mosquitera, que en las casas olvidadas estaban rasgadas por el paso del tiempo. Casas con un estilo de construcción tan diferente, que me pareció estar en otro país. Fue en ese momento que terminé de comprender, por eso él se sentía afortunado de vivir en ese lugar, porque de una niñez de escasez pasó a vivir en un pueblo donde se vivía con la ilusión de construir un lugar próspero todos los días, no había espacio para el ocio. La abundancia con la que en esos tiempos se soñaba vivir. Al final de cada día quedaban satisfechos de cumplir con el rol que cada cual cumplía dentro de esa sociedad, superando las adversidades con sudor y sacrificio pero con amor hacia la familia y su tierra, porque en definitiva, para qué era la vida sino era para construirla día a día. Fueron muchos años en los que la central azucarera de Aguirre sirvió como lugar de trabajo, para él y otros tantos puertorriqueños. Por ahí leí anécdotas de personas que vivieron y crecieron en el poblado del Aguirre próspero, ninguna de esas anécdotas era negativa, pero sí melancólicas. Entonces recordé cuando en el almacén él, con lagrimas en los ojos, recordó sus mejores momentos en Aguirre y juró que pasaría a sus hijos y a sus nietos esas historias de amigos que viajaban en el tren, de las tardes pescando en la Bahía de Jobos, de los niños que jugaban a esconder en las lomas, las competencias entre los jefes en el campo de golf, las fiestas del hotel y como celebraban cada nacimiento ocurrido en el hospital del poblado. Pero sobre todo, las historias del cañaveral en época de zafra y el trabajo duro que formó el espíritu puertorriqueño y dio vida al poblado de Aguirre en Salinas. Fotografías por Karla M. Morales "La experiencia de visitar el poblado de Aguirre despertó en mí la curiosidad de saber de su pasado. Aún con algunas de sus estructuras abandonadas se percibe la energía del pueblo que fue. Aplaudo que su gente haya mantenido la esencia del lugar preservando su arquitectura y sus historias".
Karla |
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